sábado, 27 de agosto de 2016

El arte requiere cierta... crueldad

Jhin
Jhin es un meticuloso criminal psicópata que ve el asesinato como arte. Era prisionero jonio, pero fue liberado gracias a la influencia del sector más sombrío del consejo de Jonia. Ahora el artista es serie trabaja como asesino. Con su pistola como pincel, la obra de Jhin muestra un arte brutal, tanto para las víctimas como para los espectadores. Encuentra un cruel placer en la escenificación atroz, lo cual lo convierte en un candidato sin igual para mandar el más poderoso de los mensajes: el terror...


Durante años las montañas del sur de Jonia sufrieron el acoso del "demonio dorado". A lo largo y ancho de la provincia de Zhyun, un monstruo masacraba a los viajeros y a veces incluso granjas enteras, dejando a su paso la retorcida exhibición de cadáveres. Se armaron milicias para peinar los bosques, las ciudades contrataron a cazadores de demonios y los maestros Wuju patrullaban las calles, pero nada frenaba la obra de la bestia.

El consejo Zhyun, desesperado, envió una petición de ayuda al gran maestro Kusho. Tras oír los apuros en los que se encontraba la región, Kusho fingió poner una excusa y denegar la petición de ayuda. Pero pasada una semana, el maestro, su hijo Shen y su aprendiz estrella Zed se dirigieron a la provincia, haciéndose pasar por mercaderes. Visitaron en secreto a las incontables familias que habían quedado emocionalmente destrozadas, analizaron minuciosamente las escenas del crimen y buscaron posibles conexiones o patrones en los asesinatos.

La investigación les llevó cuatro largos años y los tres dejaron de ser los mismos. La famosa melena de Kusho se volvió blanca; Shen, cuyo ingenio y humor eran bien conocidos, se volvió taciturno; y Zed, la estrella más prometedora del templo de Kusho, comenzó a tener problemas con sus estudios. Cuando encotraron un patrón de los asesinatos, la declaración del gran maestro fue: "El bien y el mal no son verdades absolutas. Ambos nacen del hombre y cada uno ve las sombras de un modo distinto".

La captura del "demonio dorado", representada en varios poemas épicos, fue la última gran hazaña en la ilustre carrera del maestro Kusho. Durante la víspera del Festival Floral, celebrado en el paso de Jyom, Kusho se disfrazó como un maestro calígrafo para pasar desapercibido entre el resto de artistas invitados. Y después, esperó. Todo el mundo asumía que solo un espíritu perverso podría ser capaz de cometer semejantes atrocidades, pero Kusho sabía que se trataba de un hombre corriente. El renombrado "demonio dorado" no era más que un mero tramoyista que trabajaba en los teatros ambulantes de Zhyun y en las óperas bajo el nombre de Khada Jhin.

Cuando capturaron a Jhin, el joven Zed se dispuso a acabar con la vida del hombre, encogido de miedo, pero su maestro se lo impidió. A pesar del horror de las acciones de Jhin, el legendario maestro decidió que el asesino debía ser llevado vivo y encarcelado en la prisión de Tuula. A pesar de su desacuerdo, Shen aceptó el juicio de su padre. Zed no logró librarse de los horrores que había presenciado, y fue incapaz de comprender o aceptar su piedad; se dice que el resentimiento comenzó a aflorar en su corazón.

El tímido y educado Khada Jhin no reveló gran cosa sobre sí mismo durante sus años de reclusión en Tuula; incluso su nombre real siguió siendo un misterio. Durante ese tiempo, los monjes se percataron de que era un alumno excelente en varios ámbitos como la forja, la poesía y el baile. No obstante, ni ellos ni los guardias consiguieron averiguar el modo de eliminar sus mórbidas fascinaciones.

Fuera de la cárcel, la agitación se instaló en Jonia debido a la invasión del imperio Noxiano. La guerra cambió a la tranquila nación, y se acrecentó el ansia de sangre. La paz y el equilibrio que el maestro Kusho había luchado por proteger se quebraron desde dentro en el momento en que corazones teñidos de oscuridad se hicieron con el poder y se formaron alianzas secretas que competían por ganar influencia. Desesperados por igualar el poder de los ninjas y los espadachines Wuju, algunos de los miembros del consejo conspiraron para liberar en secreto a Jhin y convertirlo en un arma del terror.

La magnitud de las "representaciones" de Jhin creció desmesuradamente, pues ahora tenía acceso a las nuevas armas del Kashuri y fondos casi ilimitados. Su obra sembró el pánico en varios dignatarios y también en la política clandestina jonia. Sin embargo, ¿cuanto tiempo aguantaría un asesino en serie sediento de atención trabajando desde las sombras?


El arma que tenía en las manos era una simple herramienta... pero una elaborada a la perfección. Tenía oro incrustado en el metal verde negruzco. Reflejaba el nombre del herrero: este detalle hablaba del orgullo y la confianza de su creador. No era un arma piltoviana, esas cosas llamativas que intentaban funcionar con las mínimas cantidades de magia disponible en esas tierras. Esta pistola había sido forjada por un verdadero maestro. La magia latía desde el interior de su corazón de bronce jonio.

Volvió a limpiar el mango del arma por cuarta vez. No podía estar seguro de que estuviera limpia si no la limpiaba cuatros veces seguidas. No importaba si no la había usado. Tampoco si solo la iba a guardar en la mochila bajo la cama. No podía apartarla de su vista sino hasta estar seguro de que estaba limpia. Y no podía estar seguro de que estuviera limpia sino hasta limpiarla cuatros veces seguidas. Pero ya estaba quedando bastante limpia. Necesitaba hacerlo cuatro veces para lograrlo.

Estaba limpia, y era maravillosa. Sus nuevos patrones fueron muy generosos. Pero, ¿acaso los mejores pintores no merecían los mejores pinceles?

En comparación, la escala y precisión del nuevo aparato hacían parecer insignificante su obra anterior con espadas. Le había tomado semanas de estudio aprender las mecánicas de las armas de fuego, aunque anteriormente habían sido meses para evolucionar sus técnicas de chi con espadas.

La pistola tenía capacidad para cuatro balas. Cada bala estaba imbuida con energía mágica. Cada bala era tan perfecta como la espada de un monje lassilano. Cada bala era la pintura con la cual fluiría su arte. Cada bala era una obra maestra. No solo era capaz de partir un cuerpo a la mitad. Podía reorganizarlo.

El potencial del arma ya había quedado demostrado con el ensayo realizado en el pueblo. Y sus nuevos jefes quedaron encantados con la recepción de la obra.

Ya había terminado de pulirla, pero con la pistola en su mano derecha, la tentación era demasiado grande. Sabía que no debía hacerlo, pero de todas formas desempacó el traje negro de piel de anguila. Con las puntas de los dedos de la mano izquierda rozó la resbaladiza superficie de los ropajes. La sensación de la superficie oleosa de la piel aceleró su respiración. Tomó la ajustada máscara de cuero y entonces, incapaz de controlarse, la deslizó sobre su rostro. Le cubría el ojo derecho y la boca. Limitaba su respiración y afectaba su percepción de profundidad…

Encantador.

Se estaba colocando las hombreras cuando escuchó el sonido de las campanillas que había escondido en los escalones que conducían hacia su habitación. Plegó el arma y se retiró la máscara de inmediato.

—¿Hola? —preguntó la doncella a través de la puerta. La entonación de su voz indicaba que había sido criada en la parte sur de la ciudad.

—¿Hiciste lo que te pedí? —respondió.

—Sí, señor. Una linterna blanca cada cuatro yardas. Y una roja cada dieciséis yardas.

—Entonces, ya puedo comenzar —dijo Khada Jhin mientras abría la puerta de la habitación de par en par.

La mujer abrió los ojos mientras lo observaba salir del lugar. Jhin sabía muy bien como se veía ante el resto. En general, suscitaba punzadas de odio y vergüenza, pero hoy era un día de actuación.
    Hoy, Khada Jhin mostraba una figura delgada y elegante, mientras caminaba con su bastón. Estaba encorvado, y su capa parecía cubrir una enorme deformidad en su hombro, pero sus vivaces zancadas lo contradecían. Apoyaba con fuerza su bastón con cada paso, mientras avanzaba hacia la ventana. Golpeteó el marco de forma rítmica... tres golpes, y un cuarto. Su oro resplandecía, su capa color crema fluía y sus joyas brillaban al sol.

—¿Qué... qué es eso? —preguntó la doncella, apuntando hacia el hombro de Jhin.

Jhin se detuvo un momento para observar el rostro angelical de la mujer. Era redondo y perfectamente simétrico. Un diseño aburrido y predecible. Si se lo removiera, sería una máscara muy mala

—Es para el crescendo, querida —respondió Khada Jhin.

Desde la ventana de la posada, tenía una vista despejada del resto de la ciudad situada en el valle más abajo. Esta actuación debía ser grandiosa, pero aún quedaba mucho trabajo por hacer. El concejal regresaría esta noche y, hasta ahora, todos los planes de Jhin parecían... carentes de inspiración.

—Traje unas flores para su habitación —dijo la mujer que pasaba a su lado.

Podría haber usado a otro para colocar las linternas. Pero no lo hizo. Podría haberse cambiado de ropa antes de abrir la puerta. Pero no lo hizo. Y ahora la doncella había visto a Khada Jhin con toda su elegancia.

La inspiración que necesitaba ahora era bastante obvia. Tan predestinada. No había elección. No había manera de escapar al Arte.

Tendría que convertir el rostro de esta doncella en algo... más interesante.


El cerdo azucarado relucía sobre el caldo de cinco sabores. El aroma extasiaba a Shen, pero decidió aguardar para probarlo. Cuando la mesera se fue, ella sonrió y asintió. La grasa tenía que derretirse en el caldo. Sin duda, la sopa ya era excelente, pero en unos instantes, el sabor llegaría a su mejor punto. Paciencia.

Shen observó el interior de la Posada del Risco Blanco. Era engañosamente simple y rústica. El trabajo fue realizado por maestros tejedores de madera, quienes removieron la corteza del árbol y dejaron las hojas en los lugares necesarios.

La vela posada sobre la mesa de Shen parpadeó... de forma rara. Se alejó de la mesa, buscando sus espadas bajo su capa.

—Tus alumnos son tan silenciosos como una worax preñada —dijo Shen.

Zed entró a la posada, a solas y vestido de mercader. Pasando junto a la mesera, se sentó a tres mesas de distancia de Shen. Cada parte suya deseaba abalanzarse contra su enemigo. Vengar a su padre. Pero esa no era la manera de actuar del ojo del crepúsculo. Se tranquilizó al comprender que la distancia era muy grande... pero solo por el largo del dedo índice de Shen.

Shen miró a Zed, esperando verlo sonreír. En lugar de eso, su rival suspiró. Su piel estaba pálida, y tenía unas ojeras oscuras bajo los ojos

—Esperé durante cinco años —dijo Shen.

—¿Acaso juzgué mal la distancia? —preguntó Zed con voz cansada.

—Aunque me cortes la cabeza, seguiré estando cerca y te atacaré —dijo Shen mientras deslizaba su pie hacia atrás y lo torcía contra el suelo. Zed estaba a diez dedos y medio de distancia.

—Tu camino está más cerca que el mío. Los ideales de tu padre fueron su debilidad. Jonia ya no podía permitírselos —aseveró Zed. Se reclinó hacia atrás en su silla, manteniéndose fuera del alcance que necesitaría Shen para asestar un golpe mortal. —Ya sé que no es algo fácil de entender. Pero te ofreceré una oportunidad para vengarte.

—No actúo por venganza. Eres un obstáculo para el equilibrio. Por eso estás condenado —dijo Shen mientras se inclinaba una pulgada hacia adelante en su silla.

—El Demonio Dorado escapó —respondió Zed.

—Imposible. —pero Shen sintió un vacío en el pecho.

—La mayor victoria de tu padre. Y ahora, una vez más, su tonta misericordia empañó su legado —Zed sacudió su cabeza—. Ya sabes de lo que es capaz esa... cosa —Entonces, Zed se inclinó sobre la mesa, dentro del alcance de Shen, con el cuello expuesto a propósito—. Y sabes que somos las únicas dos personas capaces de acercarse lo suficiente como para detenerlo.

Shen recordó la primera vez que vio el cadáver de alguien asesinado por el infame Khada Jhin. Su piel se erizó por el recuerdo; sus dientes se apretaron. Solo su padre había sido lo suficientemente fuerte como para creer en una justicia misericordiosa. Ese día algo había cambiado en Shen. Algo se había roto en Zed.

Y ahora, el monstruo había regresado.

Shen colocó sus espadas sobre la mesa. Miró aquel plato de sopa perfecto en frente suyo. Pequeñas gotas de aceite de cerdo brillaban en la superficie, pero ya no tenía hambre.


Aún no había señales de Zed. Era decepcionante. Muy decepcionante. Tendría que haber ido a buscar a su antiguo amigo. Era probable que Zed se estuviera ocultando, y vigilando. Jhin debía ser cauteloso.

Desde el muelle, Jhin volvió a mirar hacia el barco extranjero. La marea había subido y el barco zarparía en solo unos minutos. Tendría que regresar pronto si quería actuar en Zaun el próximo mes. Un riesgo sobre otro.

Se detuvo un momento para observar su reflejo en un charco. Desde el agua, un preocupado mercader anciano lo miraba fijamente. Los años de práctica en las tablas, combinados con su entrenamiento marcial, le habían otorgado un control total sobre sus músculos faciales. Era un rostro común, y él le había entregado una expresión ordinaria. Mientras subía la colina, Jhin se mezcló entre la multitud con facilidad.

Comprobó las linternas blancas que tenía sobre él y contó la distancia. Las necesitaría, en caso de que Zed apareciera. En la posada de arriba de la colina, observó los maceteros en donde había ocultado trampas. Hojas de acero afilado, con forma de flores. Protegerían su ruta de escape en caso de que algo saliera mal.

Pensó en cómo el metal atravesaría la multitud y salpicaría de rojo los muros del edificio, recién pintados de verde azulado. Era muy tentador.

Avanzaba entre la multitud cuando oyó al anciano de la aldea que hablaba con Shen.

—¿Por qué el demonio la atacaría a ella y a los miembros del consejo? —preguntó el anciano.

Shen, vestido de azul, no respondió.

Otra kinkou, una jovencita llamada Akali, estaba de pie junto a Shen. Caminó hacia la entrada de la posada.

—No —dijo Shen mientras le bloqueaba el paso.

—¿Qué te hace pensar que aún no estoy lista? —preguntó Akali, molesta.

—Porque ni siquiera yo lo estaba cuando tenía tu edad.

En ese momento, un guardia de la ciudad tropezó en la entrada, con el rostro pálido y demacrado.

—Su carne, estaba... estaba... —dijo el hombre. Avanzó unos pasos más y se derrumbó en el suelo, impactado.

—La vio. ¡Vio a la flor! —apoyado en la pared de atrás, el propietario de la taberna rió a carcajadas. Y entonces, comenzó a llorar, con el rostro pintado de locura.

Estas personas no olvidarían la obra de Khada Jhin.

Shen observó los rostros de los testigos.

Chico listo, pensó Jhin, antes de volver a mimetizarse con la multitud.

Comprobó si Zed estaba en alguno de los techos mientras se dirigía de vuelta al barco.

La obra era irremediable. Ya sea juntos o por separado, Zed y Shen hubiesen descubierto las pistas que había dejado. Lo seguirían hasta el Festival de las Flores. De regreso al Paso Jyom. Y cuando comenzaran a desesperarse, volverían a trabajar juntos una vez más.

Sería como cuando eran pequeños. Se acurrucarían juntos por el asombro y el miedo.

Y solo entonces el gran Khada Jhin se revelaría a sí mismo...

Y así comenzaría su verdadera obra maestra.

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